Un mercado de pulgas

Universidad de la Sabana
Salida de campo: Mercado de pulgas de Usaquén
Clase : Investigación Social
Profesor: Juan Sebastián Cobos

 No todos los caminos llevan a Roma:

L​a mañana comenzó tibia, las últimas horas de la Semana Santa se pasaban lentamente, como si el tiempo supiese que necesitaba más de él para todo el montón de trabajos que no hice en mi tiempo libre. El bus lamía lentamente el asfalto de la autopista norte y nos acercamos cada vez más a la estación de Transmilenio donde debíamos bajar para comenzar el trayecto a nuestro destino, el mercado de pulgas de Usaquén. A las 10:00 AM llegamos a la estación y comenzamos a caminar.

El trayecto a pie se me antojaba corto, básicamente porque no conozco bien Bogotá, por eso comencé a caminar junto a mis compañeros con destino a la Carrera Séptima, confiando, casi ciegamente, en su pericia y sentido de la ubicación. Poco a poco nos íbamos acercando a nuestro objetivo, mientras contemplamos cómo se deshojaba la flor de las mañanas capitalinas, con sus vendedores de periódicos, atletas ocasionales, floristas y vendedores informales.

Llegamos a "la séptima" cuestión de una hora, habíamos pasado frente a una sede de la Universidad del Bosque, varias tiendas y un par de almacenes de cadena. ¿Para dónde hay que girar? Pensé al llegar. A la izquierda contestaron los pies. Craso error.

Continuamos caminando hasta pasar por el frente del Centro Comercial Palatino. Un par de cuadras más adelante, Nicolás, mi amigo y nuestro guía improvisado, comenzó a hacer cuentas con las manos y a murmurar cosas. Su conclusión final fue que habíamos tomado el camino equivocado, y que en lugar de haber doblado hacia la izquierda, debíamos haber tomado la dirección contraria, pues el mercado de pulgas quedaba al sur de donde nos encontrábamos. El sol arreciaba y nuestros pies se encontraban ya algo cansados. Por eso decidimos extender la mano a la avenida y detener uno de los tantos taxis que transitaba a esa hora.

 A eso de las 12:00 llegamos al centro comercial Hacienda Santa Bárbara, y allí, luego de un breve recorrido, encontramos la puerta al destino esquivo; por fin hallamos el bendito mercado de pulgas. Un sorbo de diversidad: A​l principio pensé que se trataba solo de un pequeño callejón donde los artesanos de turno y algún vendedor de cosas innecesarias se dedicaban a persuadir turistas de invertir en alguna baratija.

Vi una hilera de carpas blancas que subía hasta finalizar en un giro de la calle. Quizá la fama que ostenta el lugar era algo exagerada, me dije a mí mismo. Sin embargo, luego de adentrarnos un poco más y ser devorados por la copiosa masa de caminantes,me di cuenta de que, nuevamente, estaba equivocado. Había bastantes personas y una sinfonía de voces disonantes inundaba el ambiente. Escuchábamos la canción del mercado, con las voces de los tenderos entonando una armonía, el murmullo de los visitantes impartiendo el ritmo y el eco de muchos altavoces soplando la melodía.



 El mercado de pulgas se convirtió en un pequeño sorbo de la diversidad que ostenta la ciudad, lo que se podía adivinar fácilmente si se le prestaba un poco de atención a los productos en venta al interior de las tiendas. Discos de vinilo, libros usados, ropa, alimentos alternativos, semillas, marionetas - me reí un poco al pensar en algún candidato presidencial de turno-, juguetes, alimentos para mascotas, aceites, especias, y tantas cosas que se escaparon a causa de ser demasiadas como para detallarlas una a una. Estábamos recorriendo las entrañas de un ser conformado por diversidad.

Subimos toda la hilera y torcimos a la izquierda. Una nueva parte del recorrido se abría ante nosotros. Al principio nos recibió la imagen de un anciano que bailaba al ritmo de una salsa vieja, de esas que le gustan a mis tíos, que salía de un pequeño parlante recostado en el suelo, junto a él. La canción pudo ser de Willie Colón o incluso de los Hermanos Lebrón, vaya uno a saber. Estaba vestido con un pantalón negro, con unos zapatos de charol que reflejaban los besos que les proporcionaba el sol del mediodía; llevaba una corbata roja, y estaba embutido en una camisa blanca, fajada por unos tirantes negros y rojos, que comenzaba a mancharse a causa del sudor. Un sombrero fedora de color negro coronaba su estilo, haciéndolo parecer más un capo italiano que un bailarín. Me impresionó bastante la soltura con la que se movía, incluso llegué a pensar que, si nos ven bailando a los dos al mismo tiempo, el que bailaría como un anciano, tristemente, sería yo. Pero el sonido de los trombones y las congas se vio eclipsado por el de una guitarra y un grupo de flautas de pan. Entre la multitud, un grupo de música andina luchaba por ganarse la atención de los transeúntes.



Seguimos nuestro camino, evadiendo casi todas las muestras de atención que nos prodigaban los ansiosos tenderos. Pasamos por algunos estantes de libros, donde la curiosidad me atraía magnéticamente. Pensé que sería posible llevarme a casa alguna historia interesante, a un precio más seductor que el que me ofrecían Panamericana o la Librería Nacional. Sin embargo, había tanto por ver que no había espacio para detenerme. Me alejé, siguiendo los pasos de mis amigos, mientras sentía que un bonito ejemplar de La insoportable levedad del ser, escrito por Milan Kundera, me miraba con nostalgia.

La calle estaba avasallada en ambas direcciones por las tiendas, pero eso no evitaba que los diferentes restaurantes que poblaban el lugar liberaran sus humos, creando una atmósfera que me recordó que no había almorzado aún. Con un crujido cerca de la cintura, me di cuenta de la increíble oferta gastronómica de la zona. Había desde pastas hasta pescados fritos. Comida peruana, española, italiana, árabe. Las cocinas del mundo estaban al alcance de la mano, aunque quizá no del bolsillo.

Seguimos la ruta que marcaba la multitud, hasta que encontramos a un artista, dibujando con tizas de colores un par de retratos de Jesús y de María en el suelo. El detalle era sumamente impresionante. Unos segundos bastaron para admirar su obra, pues junto a él, un dueto musical de guitarra y violín hacía que Paint it black, de los Rolling Stones, marcara el ritmo de la caminata. El lugar no paraba de sorprenderme.




 Llegamos a una plazoleta donde el camino se detenía. Allí, varios grupos de extranjeros se reunían bajo la tutela de guías turísticos que explicaban la historia del mercado. Alcancé a distinguir al menos 4 idiomas diferentes, además de varios acentos del español. Nuevamente la diversidad nos rodeaba. Un grupo de adopción de perros callejeros repartía sus volantes, mientras algunos de estos caninos en busca de dueño le agitaba la cola a quienes se detenían a observarlos un rato.

 Continuamos caminando hasta retomar las hileras de carpas blancas. Torcimos nuevamente, luego de pasar por varios puestos donde las manillas y los accesorios para el vestuario eran los productos más populares. Un puesto de venta de especias molidas inundó el aire con un aroma a laurel y orégano. Pensé en comida y nuevamente apareció el crujido abdominal. Mejor apurarnos.

La calle subía, arriba nos llegaba el rumor de reggae, fruto de otro artista que, rasgando una guitarra, buscaba alguna ganancia y el apoyo de quienes pasaban frente a él. Juan Diego deslizó un par de monedas en el sombrero que descansaba frente al cantante, a cambio de una foto para la bitácora. Sonrió y comenzó a cantar más fuerte, mientras la cámara del celular le robaba al tiempo una imagen.


 Al finalizar el inmenso mercado, Cinema Paraíso se alzaba imponente en una esquina. Entendimos que cruzábamos la frontera y volvíamos a la esquiva quietud del norte de Bogotá. No era un final digno para la travesía. Por eso, retornamos sobre nuestros pasos y nuevamente nos sumergimos en las fauces del lobo que con sus colmillos blanquecinos, poblados de ventas de artesanías y comidas, masticaba uno a uno los visitantes del lugar.

 El retorno fue ligero, nuevamente encontramos uno a uno los fragmentos de una cultura inmensa que se nos ofrecía en promociones de tres manillas por $2000. Juan Diego tomaba cuantas fotos podía, mientras Nicolás y yo intentábamos no alejarnos a causa de la marea humana que nos empujaba hacia adelante. Pasé otra vez por donde creí que estaba el puesto de libros, estaba decidido a llevarme al menos un mordisco de cultura en esa visita, sin embargo, no me fue posible. No encontré rastro alguno de Milan Kundera o de su insoportable levedad. Quizá el puesto se había esfumado, o más bien, quizá yo soy un poco distraído y no lo vi.

 Retornamos a la pomposidad de Hacienda Santa Bárbara, una mole de cemento sumamente melancólica si se compara con la alegría vibrante que ostenta el mercado de pulgas. A comparación de la primera visita, ocurrida horas antes, me pareció un lugar demasiado silencioso y pensé que quizá le faltaba algo del color y del desorden que ofrecían las tiendas improvisadas que se juntaban a las afueras de sus dominios. Pensé en el hambre y decidí que era hora de volver a casa a almorzar.

Caminamos, caminamos y caminamos, hasta llegar a Unicentro, unas cuantas -bastantes quizá- cuadras más allá. Entramos para dar un ligero respiro y sentarnos. Salimos y retomamos el rumbo, avanzando por la calle 127 hasta llegar a la estación de Transmilenio en la Autopista Norte.Cansados y hambrientos nos subimos al bus, pensando en que nos llevamos, al menos en el pensamiento, una mínima copa de todo el torrente cultural que ofrecía el mercado.

Las ruedas del bus lamían el asfalto y yo imaginaba una empanada. Esperé no tardar demasiado. Había saciado el hambre de conocimiento, pero el hambre del cuerpo aún me acariciaba.

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